LA HIPOCRESÍA GANA TIEMPO

VOXPRESS.CL.- Las Constituciones de Chile, a partir de la de 1828, se han ido construyendo, a modo de ejemplo, como las pirámides. Se iniciaron con una base de conceptos institucionales muy sólidos, y sobre ellos se fueron agregando los que, con años, la han ido robusteciendo, vía un nuevo texto -1883, 1925, 1980 y 2005- o mediante mejoras a través de reformas. Nunca, desde la independencia, se partió de cero o se reemplazó íntegramente a la anterior, superando siempre los avatares socio/económicos/político vividos por país durante su bicentenario.
Patricio Aylwin, Presidente de la transición, pese a las evidentes y complejas vicisitudes que experimentó como sucesor inmediato de Augusto Pinochet, y con éste de CEJ del Ejército y senador designado, fue tajante en esta materia. Consultado acaso las dificultades que estaba afrontando hacían indispensable una nueva Constitución, respondió categóricamente que no: “tal vez, algunas adecuaciones, algunos cambios, pero no se conoce de democracias que reemplacen íntegramente una por otra”.
Sin embargo --y está muy fresco como para olvidarlo-, eso fue, precisamente, lo que le prometió a los suyos, no al país, la mancomunión de ideologías extremista que planeó y ejecutó la revuelta del 18/O para derrocar a un Presidente, aunque malo, elegido por voluntad popular.
Al no poder expulsarlo desde La Moneda y tomarse por la fuerza el poder, el extremismo, con el PC a la cabeza, seguido del Frente Amplio, tomó la bandera del plebiscito, primero, y de la Convención, después, para convertir al país en un estatismo socialista a partir de una hoja en blanco escrita a su pinta. Joaquín Lavín, asumido de socialdemócrata templado, lo llamó “traje nuevo” y Sebastián Piñera, ya superado su pánico, lo definió como “la casa de todos”.
De eso, no se está dando nada.
Los revolucionarios carecen del buen hábito democrático de abstenerse de la fuerza y la violencia como camino a la conquista del poder. Así comenzaron actuando, y todavía lo hacen, al interior de la Convención, en cuyo seno impusieron el dominio de la prepotencia, la descalificación, la segregación y la odiosidad de una minoría caliente formada por el PC, el FA y los colectivos indigenistas, toda una trilogía del horror.
La planificación de los subversivos incluía una aniquiladora acción convencional que se complementaría con la asunción del extremismo al Poder Ejecutivo, con lo cual el proceso sería rápido, fácil y arrasador. No obstante, como le suele ocurrir al totalitarismo, las esperanzas e ilusiones engañosamente ofertadas, cundieron como espuma, tanto en el seno de la Convención como en La Moneda. El asesor mapuche de la Siches se mandó a cambiar desde el Ministerio del Interior.
No es meramente anecdótico ni sólo estadístico que la Convención haya descendido de 78% a 30% en su popularidad e intención de Apruebo, y que el Gobierno haya marcado, en dos meses, una reprobación histórica de un 75%. Fruto de estos números, se dispararon los temores de un gran fraude electoral en el plebiscito de salida.
La disyuntiva para salir del pozo apunta a una sola escapatoria: engatusar a los partidarios y a la ciudadanía en general con una súbita fiebre por el diálogo y los acuerdos, conscientes todos de que es una treta para embolinar a la población ingenua y desinformada.
El consumismo politiquero entiende como diálogo un descarado doble estándar, con un discurso para la ciudadanía y con otro, muy distinto, para “luchadores sociales”, camaradas y compinches.
Pruebas de ello abundan, casi en el día a día. Habiendo sido él un violento activista estudiantil, al interior de La Moneda Boric anunció que “el alumno que incendia o ataca tiene que someterse a la justicia”, y horas más tarde, fuera de cámara y micrófono, se mezcló en una manifestación y les dijo que “este Gobierno es el de ustedes, así que tienen que ayudarlo y no ponerles problemas”.
Este desliz presidencial que fue difundido sólo por un canal de TV, es la prueba más espontánea de la hipocresía oficialista. No sólo él, sino su aparentemente renovada ministra vocera, una comunista de tomo y lomo, repudió la violencia, pero negó medidas mínimamente creíbles contra los subversivos indígenas que quemaron, de una, 25 vehículos en Los Alamos. Contra ellos habrá querellas simples, en cambio para los transportistas a quienes les disparan en la cabeza, sí se les aplica la ley de Seguridad Interior del Estado.
En su condena pública a los alumnos del Barros Borgoño que incendiaron un bus del TranSantiago, la hipocresía presidencial resultó descomunal, olvidando que fueron él y sus secuaces quienes coparon violentamente las calles con su revolución estudiantil del 2011.
No hace un año que muchos de los que están en el Gobierno se unían al coro de quienes exigían hacer desaparecerá a Carabineros, refundarlo y sustituirlo por una policía civil ciudadana desarmada. Días atrás, con La Moneda autorizando el alto gasto, la institución tiró la casa por la ventana para celebrar un nuevo aniversario y con el mismísimo Presidente, que no tiene la obligación de hacerlo, intentando ridículamente marchar, haciendo el paso de parada.
Una conductora de noticias preguntó al aire acaso la presencia, por un saludo protocolar, de delegaciones de las Escuelas Matrices de las FF.AA. ¿serán señales de lo que se puede venir o están preparando algo? El reportero, en el lugar, no le consultó a ninguno de los presentes por tan termocéfala estupidez.
A quien peca de insinceridad no se le puede creer nada de nada, sin embargo aún hay fracciones importantes de la población e ingenuos políticos opositores que creen y, lo peor, confían en las palabras del Gobierno, siendo que no ha variado ni una sola coma en su objetivo de refundar Chile con “cambios profundos” y “reformas estructurales”, que no son más que disimulaciones del totalitarismo socialista.
El que los suyos estén desilusionados y enojados porque el Presidente y la Convención no han cumplido con la instalación inmediata de la revolución, es una cuestión de impaciencia de ellos, pero la meta continúa en pie y muy firme. El plebiscito de salida será el punto de inflexión que determinará si la revolución fracasó o demorará algún tiempo.
Por tanto, es indispensable mantener las alertas y las denuncias muy activas para demostrar, cada día, que el diálogo que se ofrece no es más que una asquerosa dilación y una hipocresía demasiado simplista como para caer en ella.