CON LAS MANOS ATADAS

VOXPRESS.CL.- Para quienes no lo saben y para quienes quieren que no se sepa, es oportuno recordar que la nueva Constitución, la que redactarán los convencionales electos el 11 de abril, ya tiene un artículo seguro e inamovible: Chile, cual fuese su Gobierno, está en la obligación de respetar todos los Tratados Internacionales ya firmados.
Este primer artículo para la nueva Carta Fundamental quedó plasmado en la nefasta reunión, entre gallos y medianoche, del 15 de noviembre de 2019, cuando el Presidente, aún tembloroso por el Golpe extremista, le entregó en bandeja de oro a la oposición izquierdista la Constitución del 2005, a cambio de que se le permitiera seguir sentado en su sillón hasta el fin del período.
En esa fatídica noche/madrugada en que se concibió el plebiscito para sustituir al modelo neoliberal, los redactores del ‘acuerdo’ dejaron plasmado que el nuevo texto debe partir reconociendo la existencia y validez de todos los Tratados firmados y ratificados por Chile. El país, a la fecha, tiene medio centenar de pactos suscritos, de los cuales una treintena corresponde a acuerdos comerciales.
La gran preocupación de la izquierda, en ese momento de entreguismo presidencial, fue que se garantizara el multilateralismo, un concepto ideado por el socialismo para que, mediante el rol de los organismos internacionales, las naciones no pudiesen manejarse solad, absolutamente soberanas en sus decisiones, viéndose, así, obligadas a respetar e inclinarse ante Tratados que, con mucha más frecuencia de lo pensado, les resultan perjudiciales.
Este tipo de acatamiento a documentos que inhiben la soberana toma de decisiones internas, es recogida por la definición de “intervencionismo”.
Desde una perspectiva de política internacional, los textos sobre la materia consignan que el intervencionismo se define como “la intromisión de un Estado, por medio de órganos gubernamentales o no gubernamentales, en la política interior de otro, u otros Estados, en busca de inferir o cambiar la posición o conducta del Estado intervenido, en favor de sus propios intereses”.
Para ceñirse al Tratado y no aparecer incumpliéndolo, fue que el Presidente de Chile, en su último discurso (virtual) en la Asamblea General de la ONU definió como “justas demandas sociales” el intento de su derrocamiento el 18/O, respecto del cual omitió alusión alguna a su exacerbado nivel de violencia.
En un gesto explicable de defensa de sus propios intereses, el Gobierno se negó a ratificar el Tratado de Escazú que le impone casi totalitarias obligaciones medioambientales acordadas por otros, y en respuesta a su abstinencia, la izquierda parlamentaria “archivó” el Tratado Transpacífico (TPT 11) sobre comercio transnacional.
Más fácil de entender, imposible: si el país se niega a respaldar órdenes leoninas en lo medioambiental, se le castiga pidiendo, incluso, la derogación del TPT antes de la nueva Constitución, el que implica beneficios económicos para el modelo neoliberal.
En cualquier momento, un Estado puede renunciar a un Tratado, quedando en stand by antes de que opere su vigencia. Entre el inmenso paquete de Acuerdos Internacionales, nuestro país los tiene buenos y malos, y algunos les han significado duros reveses, recibidos con impotencia, como en connotados casos de extradiciones de terroristas asesinos.
Gracias a la firma y ratificación de estos Tratados, es que el país se halla invadido por inmigrantes ilegales y se encuentra con las manos atadas para echarlos de vuelta sin dar la menor explicación. Igualmente, en varias partes del territorio residen los mal llamados ‘observadores’ internacionales de derechos humanos, encargados de “espiar” -así de claro- todo cuanto se hace respecto a contener o amortiguar la subversión destinada a implantar un Gobierno separatista en el sur y otro nacional de facto.
Fundamentalmente, son estos Tratados los que le restan casi toda, o toda, autonomía a los Estados, los que, en casos específicos, tienen sumidas a sus autoridades en una inacción intolerable. En el caso de Chile, curiosamente, los vestigios de una Constitución aún vigente, le dan al Presidente las herramientas para transformar dicha inacción en acción: sólo es cuestión de atreverse.
Este punto, el de los Tratados forzosamente incorporados a la nueva Constitución, es otra irrebatible evidencia de que la izquierda vive de mentira en mentira. Hace cuestión de meses, le ‘vendió’ a la ciudadanía que la próxima Carta Magna partiría de cero, que se trataba de una hoja en blanco “a disposición del pueblo” para que éste la llenara. El futuro documento partirá con un buen porcentaje ya escrito, que es el de las obligaciones ineludibles establecidas, generalmente, por el socialismo internacional. De éstas, en el “nuevo Chile”, y por ser renunciables, corren riesgos todas las relacionadas al libre comercio, si es que llega a imponerse el machote de la izquierda dura, que, para ello, ha trabajado incesantemente.
Los otros Tratados, los que facilitan y estimulan las ilegalidades sociales impulsadas y amparadas por la izquierda, seguirán disfrutando de muy buena salud.