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LA TORPE MENTIRA ACERCA DE LA “RABIA ACUMULADA”


VOXPRESS.CL.- Adaptando a la realidad chilena una brillante frase respecto al medioambiente, habrá que decir que “no hay que dejarle un mejor país a nuestros hijos, sino mejores hijos a nuestro país”. Esta adaptada expresión lo dice todo: fue parte, claramente identificada, de su sociedad la que, en un mes, condujo a esta otrora apacible nación al estado de postración del cual poco a poco intenta salir.

Hasta hace poco, muy poco, los chilenos nos jactábamos de ser diferentes de los vecinos regionales gracias a una economía saludable y a un neoliberalismo que le permitía estabilidad y progreso a una población que viajaba por semanas a las sedes de los Campeonatos Mundiales -la Marea Roja-: contrataba cruceros; pasaba fiestas nacionales en el Caribe; saturaba las carreteras los fines de semana; triplicaba las ventas de autos nuevos; repletaba los mall y competía con sus vecinos del barrio por un aparato de TV de más pulgadas, y las inmobiliarias se enriquecieron por la inagotable demanda por miles de departamentos construidos alrededor de las crecientes líneas del cada vez más moderno ferrocarril metropolitano.

¿Qué fue de este Chile de hace sólo meses? Su habitante parecía orgulloso de su país admirado por el resto del mundo y envidiado por el vecindario regional, el mismo que invadía nuestras tiendas para vaciarlas y dejarles miles de dólares en compra de mercadería. Increíble: ahora somos objeto de lástima, de compasión y destinatarios de rogativas para que salgamos de una crisis que sólo la previeron quienes la montaron y ejecutaron.

Es falso, de falsedad absoluta, que lo que ocurrió en el país con su revolución de octubre, fue el estallido de una rabia contenida por casi 30 años. Nadie, con una básica capacidad de análisis, puede dar crédito a dicha aseveración, dado que en ese lapso de tres décadas, transcurrieron cinco Gobiernos de la (centro) izquierda y ninguno de ellos tuvo algún tipo de impacto por la “inequidad social”, como si antes no hubiera existido.

En esos mismos períodos de paz social, el nivel de la pobreza se redujo de 40% a 10% y la clase media subió a 70%, cifra que hizo que Chile fuera admitido como economía emergente en la OCDE.

La administración de Frei Ruiz-Tagle fue golpeada duramente por la crisis internacional asiática; el segundo período de Bachelet sufrió las consecuencias de la recesión mundial y éste, el de Piñera, fue recibido con la guerra comercial entre Estados Unidos y China. Pese a sus respectivos discursos, ninguno de los tres dimensionó la profundidad del correspondiente problema ni previó el feroz coletazo. Pese a la similitud de las situaciones, el “estallido” justo se produjo, casualmente, en ésta, una gestión de la centroderecha.

Los salarios mínimos eran bajos e injustos tanto en 1993, como en 1998, el 2002, el 2008, el 2012, el 2016 y ahora el 2019. Las pensiones eran igualmente de hambre en todo ese tiempo, y una Presidenta socialista nada hizo por mejorarlas. Peor aún, durante la Presidencia de Lagos Escobar –también socialista- se rigidizó más el sistema.

El “modelo” que reventó en la revolución de octubre es el mismo que rigió al país en cuatro Gobiernos de (centro) izquierda (Concertación) y en uno de ultra izquierda (Nueva Mayoría). La meta de destruirlo (2015), misión a cargo de Alberto Arenas con la campanilla de Jaime Quintana, murió en el intento: el país no estaba para revoluciones ni totalitarismos.

Con todos estos antecedentes a la vista, el real y único motivo de esta revuelta fue de índole política, y tiene dos vertientes, una interna y otra externa. La izquierda en general, sin fraccionarla entre tradicionalista/conservadora y extremista, desde 1990 a la fecha no había vivido un período a la baja tan profundamente crítico como en la actualidad. En el tramo democrático gobernó mayoritariamente en Chile y también en el vecindario sudamericano.

No obstante, a raíz de las actuales circunstancias políticas de la región, dedujo con angustia que está en un mal pie para volver al poder. Su desesperación llegó al límite, tras la cadena de reveses en el resto del mundo y en el vecindario –Brasil, Ecuador y Bolivia-, lo que la llevó irremediablemente a jugarse con este Golpe destinado a derribar a Piñera y a la democracia.

Quienes en un principio se resistieron a creerlo, ahora no dudan en que la asonada se gestó en Caracas, con motivo de la vigesimoquinta versión del Foro de Sao Paulo, y ello a través de la participación activa de paramilitares y líderes chavistas que se hicieron presentes en Chile con ese objetivo.

Los insurrectos no utilizaron para la insurrección a los trabajadores ni a los “fachos pobres” que dejaron la línea de la pobreza para acceder a la gran clase media. No, usaron al sector más socialmente permeable y sórdido de la población y víctima de las peores taras. Los elaboradores de la revuelta instrumentalizaron a esa porción adolescente/universitaria/adulta joven que no paga un solo peso en cuentas de servicio, pero se las ingenia para adquirir y consumir drogas y alcohol.

Es una fracción acotada de la sociedad, lejos, la peor de todas, que es fácil de hallarla entre ese millón de chilenos mayores de 18 años que no estudia ni trabaja por decisión propia; en liceos municipalizados, como el Instituto Nacional, el Barros Borgoño, el INBA, el Darío Salas, el Confederación Suiza, etc.; en varias Facultades –especialmente en el Pedagógico-, de la Universidad de Chile; en la USACH; en las capitales regionales con mayor población flotante de estudiantes -Valparaíso, Talca, Concepción, Temuco y Valdivia-; en las barras bravas del fútbol: en los afiliados al Colegio de Profesores; en los movimientos feministas y en el gran número de operadores políticos que cobran un sueldo mensual en la administración pública.

Desde este conglomerado se reclutó a los operarios que tuvieron un rol protagónico y tremendamente organizado en esta acción desestabilizadora del Gobierno y de la democracia. Fueron disciplinadamente instruidos y dotados de los medios físicos y financieros para ejecutar sus acciones: rayos láser de máxima potencia, aceites inhibidores de gases lacrimógenos, armamento liviano, alimentación diaria, cuchillos, protección personal –escudos hechos de barriles-, combustible para bombas Molotov, herramientas para el corte de metales y aceleradores para iniciar y energizar los incendios.

A diferencia del delincuente común, las operaciones destructivas de estas hordas organizadas apuntan a símbolos de la institucionalidad y de la República, porque la doctrina del extremismo sólo es posible aplicarse a partir del exterminio de la institucionalidad. El totalitarismo, el tristemente célebre y fracasado Estado de Bienestar, sólo puede implantarse sobre ruinas o sobre la nada.

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