CHILE YA CAMBIÓ: ES UN ESTADO ANÁRQUICO

OXPRESS.CL.- Definir el concepto de anarquía es simple, la ausencia de poder público, y según el griego del cual proviene, significa “desconcierto, confusión caos” y, también, “falta o debilidad de una autoridad”. Se lo define, igualmente y sin evasivas, como “desgobierno”.
Cualquiera de estas acepciones, o todas juntas, son aplicables al naciente Estado Anárquico chileno, y ello gracias al ejercicio de la violencia del extremismo para que nuestro país, de una vez, cambiara. Y cambió.
La crisis de autoridad del Ejecutivo, al parecer definitiva, quedó dramáticamente en evidencia el 12 de noviembre, día de un planificado saqueo a nivel nacional, ordenado por los mismos organizadores del paro nacional fijado para ese día. Dicha paralización fue levantada por una entidad, aparentemente de trabajadores, llamada Unidad Social, una especie de central como la CUT, pero no controlada y manejada por el PC, como ésta, sino por el Frente Amplio, con la consabida incrustación de otros exponentes afines al extremismo.
Unidad Social, que tiene domicilio conocido y directiva registrada –por ende, sujeto de querella por los gigantescos daños- convocó anteriormente a otro paro con el único objetivo de forzar la renuncia del Presidente.
La agresividad de sus dirigentes, el revanchismo de sus planteamientos y la odiosidad en sus discursos, hacían ineludible un mínimo trabajo de inteligencia gubernamental para prevenir el tremendo desastre que dejó en las ciudades la ira de estos obedientes ‘actores sociales’.
Pero no se asumió, ni se quiere entender, que la revuelta del 18 de octubre nunca tuvo como fin las demandas sociales, sino la caída del Gobierno. Como ésta aún parece improbable, la izquierda discurrió, como mecanismo de insistencia, la realización, en breve, de una Asamblea Constituyente, un procedimiento validado por el socialismo internacional como un atajo para el control del poder.
Lo del 12/N fue, definitiva y categóricamente, la segunda fase de la sublevación extremista, con la jornada más violenta que se recuerde en Chile, incluso con acciones copiadas del comunismo español durante la Guerra Civil, para quemar templos católicos.
Los ejecutantes de este criminal vandalismo cumplieron las órdenes con una envidiable aplicación: cortar las rutas intercomunales, anular el transporte público y, por último, lo más brutal, saquear e incendiar símbolos de la institucionalidad, una institucionalidad que aborrecen, como Intendencias, gobernaciones, universidades, Seremis, Impuestos Internos, comisarías, sedes de JUNJI, cooperativas, regimientos y, de paso, aprovechar de cristalizar robos a tiendas para fomentar las quiebras y el desempleo. A ello hay que agregar que esta revuelta ha hecho caer al país en los rankings de credibilidad y confiabilidad y hasta puede ser desligado de la OCDE por el formidable impacto negativo en su economía.
Ante este dantesco panorama, el Congreso Nacional, en su calidad de institución ícono de la República, en vez de afrontar esta asonada anti-democrática, cerró sus puertas, solidarizando con el paro.
Ese día, en que Chile empezó a arder por sus cuatros costados desde temprano, el Presidente de la República se reunía con sus antecesores Frei Ruiz-Tagle y Lagos Escobar y llamaba a Bachelet Jeria para “conversar sobre la futura Constitución”. Otra vez el Mandatario leyó mal la ocurrencia de los hechos, al creer que su populista interés por una nueva Carta Magna aquietaría a la jauría extremista que ya cobraba sus primeras víctimas en las calles. Fue incapaz de detectar que “la gente”, ésa adoctrinada, sólo le dispensa odio, y ello es incontrarrestable.
Tan grandioso es su desorientación que antes del atardecer, absolutamente indiferente al feroz vandalismo y a la cadena de incendios, se marcó a casa. Alguien aún con buen criterio de su entornó le recomendó que la descomunal gravedad de los acontecimientos hacía recomendable que retornada a Palacio, y lo hizo a las 20:30, cuando lo peor y más escalofriante estaba pasando.
Un país expectante aguardó una ansiada cadena nacional en la cual, se creyó, ilusoriamente, que anunciaría la reposición del Estado de Sitio. Sin embargo, su mensaje al país fue derrotista, casi insólito, al anunciar que agregará más fuerzas a Carabineros y PDI –reincorporando a jubilados-, con lo cual notificó a sus compatriotas su certeza de que los enfrentamientos callejeros iban a seguir. Lo inaudito es que refuerza en personal a quien él mismo prohibió el uso de balines de goma y le restringió las disuasivas bombas de gases.
Siendo testigo de los invaluables destrozos y de la acción criminal de los extremistas, volvió a llamarlos al diálogo y a la unidad, a sabiendas de que no desean un entendimiento, sino su salida. Como si fuera tan sencillo de lograr, propuso tres Acuerdos: de Paz, de Justicia y por una nueva Constitución.
Textualmente expresó que “no hay Constitución, sin antes consolidar la paz y la justicia”. A excepción del PC –ojo con ello-, lo primero que hicieron los partidos fue pactar un avenimiento para una nueva Carta Fundamental…, y a la mañana siguiente siguieron los incendios y los saqueos.
En su desesperación por equilibrarse hasta el fin de su período, el Presidente optó por el entreguismo a la oposición legislativa: tras el 18/OC, se rindió. Hoy la izquierda parlamentaria se jacta de estar sacando adelante, y rápidamente, los proyectos que le tenía trancado.
Pese a su facultad para hacerlo, ante el caos y el fuego en las ciudades, el Presidente consultó al titular del Senado sobre un Estado de Sitio, y éste le respondió que no le correspondía aplicarlo. La posición del Presidente es tremendamente inconfortable, porque si antes no representaba a la izquierda, ahora tampoco es exponente de los sentimientos de la centroderecha y de quienes lo eligieron.
La gestión del Gobierno se ha limitado a concordar con el Congreso opositor los proyectos enviados y de otros por hacerlo, frente a lo cual su rol dejó de ser ejecutivo. En el colmo de pérdida de sus facultades, la Corte de Apelaciones se dio el lujo de instruir directamente a Carabineros de cómo utilizar su armamento, atribución que, según la Constitución, le corresponde exclusivamente al Ministerio del Interior.
Definitivamente, la gobernabilidad de Chile depende en mayor medida de lo que diga y actúe el opositor Congreso, y resulta que la Constitución en vigencia define al del país como un régimen presidencialista y no semipresidencialista ni menos parlamentarista. Prueba de ello fue lo que ya se dijo: el orden de prioridades de su oferta de paz no fue tomada en cuenta.
El Presidente gobierna pero no manda y el Parlamento, que no gobierna, sí manda, pero constitucionalmente no puede ni le corresponde hacerlo. La conclusión es inaudita y casi sin precedentes en la historia moderna: Chile es, entonces, una anarquía. Ajustándose a la definición de ésta, frente a la “debilidad de la autoridad” impera el caos, que es el paisaje urbano desde hace un mes.