BERLÍN Y BOLIVIA, DOS SEPULTURAS DEL SOCIALISMO

VOXPRESS.CL.- Definitivamente, todo apunta a que, casi sin darse cuenta, ni quererlo, ni necesitarlo, Chile ha iniciado el camino hacia una nueva Constitución.
Camuflada en la argucia de que se trataba de un despertar social del país, a la postre parece haber un consenso, desde el Gobierno hasta el más violento de los anarquistas, de que la actual Constitución firmada por un socialista -Ricardo Lagos- tiene que modificarse para que sea representativa “del pueblo”.
En el verano de 2014, en la víspera de su asunción al poder por segunda vez, Michelle Bachelet les prometió a los exultantes jóvenes extremistas que cambiaría la Constitución “herencia de la dictadura” –toda una ofensa a Lagos, que cuando la modificó el 2005 la definió como “democrática”, convocando a un plebiscito para una Asamblea Constituyente. Ésta, el sueño dorado de la izquierda, se quedó apenas en un abortado ciclo de cabildos vecinales, conocidos como Proceso Constituyente.
La Constitución de todo pueblo socialista es breve, pequeñita, como la de Venezuela, casi un librillo de bolsillo, porque su contenido es una síntesis de obsecuencias al dictador de turno de parte de aparentes legisladores. Es un manual de servidumbre al despojador, que llega al poder sin la voluntad de un pueblo al que dice representar.
Desde esta perspectiva, habiéndose subido el oficialismo al carro de la iniciativa extremista, no cabe más que rogar -¿qué otra cosa queda?- que el camino hacia una nueva Constitución sea racional, pausado y tremendamente analítico. El tiempo no apremia, porque jamás en estas tres décadas, la población ha puesto entre sus urgencias esta materia, primero porque siente que no le altera su vida, y segundo porque no entiende de qué se trata.
Encapuchada de demanda social, era lo que hacía tiempo quería la izquierda, una nueva Carta Magna para establecer un nuevo modelo de convivencia nacional, el socialista, sustituyendo al neoliberal. En el programa de la Nueva Mayoría se contempló la sustitución del sistema, y ello se condensó en un texto llamado “El Muro”, cuyo redactor jefe fue Alberto Arenas, el tristemente recordado ex ministro de Hacienda.
Enorme resultó la decepción de la izquierda, y en particular del PC, porque tal cambio no lo pudo concretar Bachelet, ello pese a tener mayoría absoluta en el Congreso Nacional. Ocurrió que fue la ciudadanía la que se opuso a dicho atropello a las libertades individuales y a la democracia, y consumado por el desinterés e indiferencia de la población, la que no prestó el menor interés a los adoctrinadores cabildos. Es ésta, entonces, una segunda oportunidad que dispone el extremismo para implementar su Constitución totalitaria, como la de Cuba, Venezuela y Bolivia.
En medio de la borrachera originada por el fallido Golpe político, el extremismo no vaciló en convocar de inmediato a asambleas vecinales no para analizar las necesidades económicas más simples de la población, sino para instruir a la gente sobre cómo procede y qué hay que votar en un (eventual) plebiscito constituyente.
Contagiados por esta repentina fiebre de “escuchar a los demás”, los alcaldes –los mismos cuyas comunas perdieron millones por culpa de “la gente”- anunciaron la pronta realización de conversatorios populares para transmitir a sus respectivos partidos el sentir de sus vecinos.
Es de confiar que los alcaldes, dada su misión para la cual la población los eligió en libre votación, se limiten a organizar, escuchar y recopilar, marginando el proselitismo y la asquerosa instrumentalización de que hacen gala ONG’s y variopintos colectivos extremistas.
Los ‘pacíficos’ participantes de las incansables marchas callejeras han dejado dramáticamente en evidencia que ignoran por lo que gritan, apedrean, saquean e incendian: quedan roncos, exigiendo una Asamblea Constituyente, sin siquiera sospechar de qué se trata. Para quienes están cerca de ellos resulta fácil explicársela con sólo un par de ejemplos.
El destape comunicacional por las marchas en Chile, le impidió a la ciudadanía informase y ser informada de que se cumplieron (9 de noviembre) 30 años de la caída del Muro de Berlín, el más oprobioso símbolo del socialismo. Decenas de países y pequeñas repúblicas encarceladas y oprimidas recuperaron su libertad, independencia y derecho a decisión, pero sin antes sufrir las penas del infierno. El imperio de la Unión Soviética estableció sólo una Constitución, la del garrote y la boca cerrada, en cambio, ahora, los liberados tienen las suyas, soberanas, representativas y con énfasis en el desarrollo y en el progreso colectivo y personal.
El día de su caída, no cesaron de replicar en señal de júbilo los campanarios de las entonces dos Alemania, la democrática y la fenecida comunista.
Formidable sería que los chilenos de hoy tuviesen aunque fuese un somero repaso de lo que fue la URSS y por qué ella y sus sometidos aliados terminaron por colapsar. A ese desastroso modelo de esclavitud moderna es al que pretende llevar el extremismo a los habitantes de este país.
Calientes y humeantes siguen los coletazos en Bolivia, tras la renuncia forzada de su (ex) Presidente socialista Evo Morales, formalmente acusado por la OEA de fraude electoral en su ahora fenecida reelección. Un usurpador que no vaciló en recurrir a todos los subterfugios que él mismo introdujo en la Constitución, vía Asamblea Constituyente, para eternizarse en el poder, pero la población, escandalizada, lo repudió, celebrando como fiesta nacional su merecido final.
Hay que estar muy despiertos ante esta ofensiva del extremismo y de la izquierda de aprovecharse de una oportunidad que les cayó del cielo –la desaprensión gubernamental por el alza del transporte- para subirse a un escenario que perdió en 1973, y tratar de imponer, vía falacias y engaños, su gran sueño de un socialismo déspota, criminal y que, felizmente con pocas excepciones, pasó de moda.