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EL REYECITO SIN CORONA


VOXPRESS-CL.- Naturalmente, se trata de un fenómeno universal y del cual Chile no está excepto. Son individuos que no pertenecen ni a una clase social determinada, ni a un sexo específico o a un sector determinado de la vida de un país. Es un sello muy distintivo, de características propias, con el cual, si bien podría ser genético, generalmente va asociado al éxito personal y acrecentado por los halagos y la incondicionalidad de su entorno.

El ególatra no escucha opiniones de otros que no coincidan con las suyas y es renuente a recibir consejos. Él lo sabe todo, y por ello posee la omnipotencia para tomar siempre la mejor decisión. Jamás se equivoca, pues son los otros quienes no aciertan.

Es casi imposible que algún compatriota, en su trayectoria educativa y/o laboral no se haya cruzado con algún tipo de estas características.

Remitiéndonos a lo que consigna la RAE, la egolatría es el “culto, adoración o un excesivo amor de sí mismo”. Un individuo de esta estirpe se siente plenamente realizado mientras mantenga ese estado de excepción entre sus pares. Sin embargo, el día en que se le derrumba el castillo que logró construir, el impacto a su ego es de una ferocidad, que lo corroerá por el resto de sus días. El ególatra no se perdona errores, porque es un convencido de que no los comete.

Todo Chile sabe que Sebastián Piñera Echenique es un personaje que no tiene empacho en acomodar las situaciones, por adversas que le resulten, a sus conveniencias y es conocida su afición a cambiar sus decisiones, como si éstas fuesen gustos de paladar.

Todo ello es fruto de algo muy sabido: la absoluta carencia de Piñera de olfato político y de su total indiferencia por identificarse con el sector que lo eligió: por preservar su imagen personal, aunque maltrecha, no duda en pactar con cualquiera, hasta con el peor de sus enemigos ideológicos. Así como dice ser representar a la derecha, pudo ser Presidente de la democracia cristiana, de la social democracia e incluso hasta de la (ex) Concertación.

Siendo senador de RN, invitó a un grupo de periodistas en Nueva York para decirles que “ustedes están al frente del futuro Presidente de Chile”. Sebastián Piñera se lo propuso, y lo fue, y hasta hace quince días, alucinaba con ser el centro del mundo gracias a su protagonismo en las Cumbres de la APEC y COP25, las que endeudaban más al Fisco.

Se sintió inserto en la política mundial con su PROSUR -recientemente aportillada con la derrota de Macri en Argentina- y fue el Robin Hood en el embate latinoamericano para derribar a Nicolás Maduro.

Acrisolado en un hogar con las apreturas típicas de un diplomático (DC), Sebastián Piñera se distinguió como brillante alumno del colegio del Verbo Divino y fue calificado de genio por sus profesores de la Escuela de Administración de la Universidad Católica. También fue premiado por su capacidad durante su magister en la Universidad de Harvard. Nadie duda de que es una bala para hacer plata en sus negocios, llegando a ser una de las grandes riquezas personales de Chile.

Este privilegiado ciudadano es poseedor de una soberbia que para la política juega la peor de las pasadas: quiso maquillarse de una falsa autenticidad y fue repudiado; quiso pasar por popular y no le creyeron; quiso ser cercano y aumentó su distancia con la gente; quiso hacerse el gracioso y no le resultó.

Para ser un político de arrastre hay que tener las aptitudes naturales, no adquiridas superficialmente. Convencido de que la única hoja de ruta correcta era la suya, desde que asumió y hasta la fecha, aunque a contrapelo, Piñera aprovechó de montarse en oleadas populistas para sumarse a propuestas de movimientos de miniatura, al punto que las hizo como propias.

Como genial administrador de sus negocios y hábil apostador en el mundo accionario, durante éste, su segundo Gobierno, se concentró en la actividad económica del país, muy razonable y responsable de su parte, pero ignoró, porque en rigor nunca le han interesado, las estrecheces de lo más desvalidos socialmente. Sin darse cuenta por rehusar información de otros, no reparó en el impacto por el alza en el precio del Metro, lo que utilizó el extremismo como excusa para gatillar la insurrección.

Ya en medio del caos y con la paralización desatada, el Presidente no pudo evitar el último y más duro golpe a su ego: transmitirle ‘al pueblo’ sus simpatías con sus demandas y verse apremiado para hacer un cambio de Gabinete que ni siquiera lo tenía previsto, y en el cual por una designación en particular quedó más en entredicho.

En esta vida, que poco o nada perdona, debe ser terrible para los ególatras ser víctimas de permeabilidad en su carácter. Tiene que ser la misma sensación del reyecito cuando se le cae su corona.

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