MUCHO HUMO Y POCA AGUA

VOXPRESS.CL.- Hasta en situaciones tan críticas como el calentamiento global, la frivolidad del ser humano le permite el tiempo para imponer modas. No sólo para los ambientalistas y activistas, lo que está ‘in’ hoy es la contaminación de la atmósfera que enferma a las personas y mata a la diversidad de especies que se nutren de un oxígeno cada vez menos puro.
La híper moda, por estos días, es fruto de los grandes incendios de la foresta nativa y sus impresionantes columnas de humo que no sólo arrasan y dejan al mundo sin sus pulmones naturales, sino que el monóxido de carbono envenena a la población.
Por razones más que obvias, se esconde que el responsable de los incendios en la Amazonía es el socialista Evo Morales, quien firmó un decreto –sí, un decreto- para que los campesinos quemasen bosques para sembrar cocales en dichos terrenos.
Todo lo ocurrido es muy cierto y de justificada alarma. Sin embargo, por estos mismos días, los chilenos observamos, casi embobados, los grandes incendios en África, Bolivia, Brasil, España y Paraguay, sin detenernos a reflexionar en que, ya mismo, somos protagonistas de otra tragedia ocasionada por la naturaleza: la escasez de agua. Poco énfasis se ha puesto en que la gran causante del fuego devastador es la falta de lluvias en zonas que, por su condición de tropical, no solía tener problemas con la generosa periodicidad de las precipitaciones.
Chile fue un país claramente marcado por sus estaciones, y desde fines de otoño hasta inicios de primavera llovía, y mucho. La capital soportaba aguaceros ininterrumpidos durante una semana y en el Bío Bío, por ejemplo, nadie se extrañaba hacer sus vidas rutinarias durante un mes con agua cayendo.
Estos recuerdos explican a las claras que el calentamiento global no es un mito. La Región de Coquimbo, con La Serena y Ovalle era conocida como ‘norte verde’ por su abundante vegetación, y ello gracias a las lluvias. Hoy, el desierto está a las puertas de Santiago.
Casi sin precedentes, la Región Metropolitana está declarada en emergencia hídrica, al igual que Valparaíso –con su amplia provincia de Aconcagua-, O’Higgins y Maule. Como se aprecia, se trata de zonas de cultivos agrícolas, las que por carencia de riego se enfrentan a la pérdida de la producción, con el consiguiente perjuicio para el propietario, o al aumento de sus costos y, por ende, en los precios de comercialización. Esto último se está percibiendo en los centros de ventas de frutas y verduras, ello con el consiguiente perjuicio para los compradores.
La sequía llegó para quedarse, y aunque ya es algo tarde para ponerle proa, es tan urgente como evitar que se incendien los pulmones verdes. Parece haber llegado la hora de enfrentar un problema tan gravísimo que, unánimemente, se asegura que de llegarse a producir una nueva conflagración mundial, ésta será por disputarse el agua que va quedando en la superficie terrestre.
Chile, es cierto, tiene grandes reservas de agua en sus altas cumbres, pero como la alarmante ausencia de lluvias afecta a los valles, hay que echar mano a los ríos que en sus largas trayectorias, y a través de sus asociaciones de canalistas, van desaguándolos para sus propios regadíos. Pero quienes pueden acceder a la compra de derechos de agua constituyen una minoría respecto a la inmensa mayoría de pequeños y muy pequeños agricultores que viven de sus plantaciones.
El gran caudal de todos esos ríos que, corriendo de Este a Oriente, cruzan la amplia zona central del país para terminar en el Océano Pacífico, se pierde en el mar Los anchos cauces –si ya no están secos por ausencia de lluvias- que bajan desde la cordillera hacia el Pacífico, podrían ser la salvación para millares de pequeños productores agrícolas, pero ocurre que hay desencuentros sobre la materia, e incluso otras prioridades, obviamente de índole política.
Basados en pocos prácticos argumentos, hay quienes afirman que el primer paso para combatir la sequía es “democratizar” el agua, esto es, terminar con las concesionarias -en manos extranjeras- y que aquélla vuelva a manos del Estado”. Puesto en dicho escenario, nadie ha logrado explicar cómo multiplicar lo poco o nada que hay, porque el gran problema no es de distribución sino de abastecimiento de los estanques de acopio, que no se llenan por falta de lluvias.
Lo que sí es perfectamente “democratizable” es la repartición de las aguas de los ríos, y para que el recurso sea lo más generoso posible es aplicable la técnica –que por la misma causa- se aplicó en España: clausurar la desembocadura. Hay científicos que se oponen a esa alternativa, aduciendo que se destruiría la biosfera propia de las aguas dulce y salada existentes en las barras, como, por ejemplo, los humedales.
No obstante, transformar un largo río en varias y generosas represas distribuidas en sus muchos kilómetros de recorrido, le permitirían la extracción a muchísimas más personas, evitando, así, la inflación de precios de productos agrícolas.
Cada río bota al mar innumerables desperdicios, basuras, piedras y todo tipo de contaminantes, de tal manera que cercenando su salida al océano, sería un formidable aporte a la limpieza y preservación de éste, respecto del cual también existen aprensiones y temores por la presencia en sus aguas de desechos que enferman y matan a la fauna marina.
La tesis de terminar con la salida de ríos al mar, tiene mayores beneficios que seguir dejándolos como están. El año pasado, una delegación de expertos que viajó desde Israel por motivo de la sequía, sobrevoló la zona central y al percatarse de que los ríos terminaban en el Océano, quedaron impactados. No lo podía creer. “¡Qué desperdicio, qué desperdicio!”, gritaban a coro.