LA COMPLICIDAD DE LAS ‘VÍCTIMAS’

VOXPRESS.CL.- Los casos de escándalos de índole sexual al interior de la Iglesia Católica han ido escalando a niveles insospechados y, en algunos casos, asombrosos, y todo apunta a que el final de este largo historial, que involucra a famosos y no tan famosos sacerdotes, está lejos de terminar. Se llega a temer, incluso, que en esta espiral de jamás imaginadas revelaciones se llegue a la figura del único santo chileno, el venerado, recordado y popular Alberto Hurtado.
Las generaciones que están viviendo estos tiempos tan grises, tendrán que recordar por siempre que fueron testigos de un acontecimiento gigantesco, como es el fin del arcaico hermetismo de la Iglesia Católica. Amparada en un férreo secretismo, la institución canalizó sus problemas de esta índole –que siempre han existido- en sus propias leyes condensadas en el Derecho Canónico y los trató interna y calladamente mediante normas correctivas, ya sea a través de sanciones y, en muchos de los casos, con tratamientos de sanación en hogares existentes en diversos países.
Lo que está ocurriendo no es nuevo ni tiene que desorbitar los ojos de nadie, sólo que ahora los casos llegan a ser de dominio público. El hecho de que el sexo saliera desde conventos y congregaciones es consecuencia del atrevimiento, fruto ello de un cambio en la sociedad que perdió el miedo al qué dirán.
La Iglesia, desde el Vaticano hacia abajo, ha puesto todo el énfasis en la reparación a las ‘víctimas’ de acoso y abuso sexual por parte de sus ministros, como si con ello quedase saldada la deuda. En este punto resulta fundamental distinguir los conceptos y definir con categórica exactitud la diferencia entre ataque y consentimiento.
Al globalizar el concepto de ‘víctimas’ se incluye, entre éstas, a personas que estuvieron muy lejos de ser violentadas, esto es, no fueron atacadas ni sometidas contra su voluntad, sino seducidas. Es más, aceptaron el juego a que se las indujo.
Por muchos vericuetos psíquicos por los que se quiera transitar para justificar que después, incluso, de medio siglo se estén presentando denuncias, lo innegable es que en el testimonio súper tardío de algunas afectadas, se revela que las relaciones fueron duraderas o que se iniciaron casi como un pololeo.
Todas las organizaciones que, por años, tratan el tema, tienen una primera y gran recomendación para las afectadas: huya y denuncie. Es extraño y fuera de toda lógica que quien se considera vulnerada contra su voluntad permanezca al lado de quien la violenta y acepta ser sometida cada vez a peores experiencias.
Uno de los argumentos para justificar la permanencia de mujeres junto a curas que las acosaban, es que, como millones de feligreses, ellas mismas los elevaron a un estatus de santidad, los endiosaron y les transmitieron un poder infinito, casi divino. Negarse, entonces, a los requerimientos de un ser superior parecía una irreverencia.
Visto desde esta perspectiva, quien actuó con esa percepción no es ‘víctima’, como tampoco quien, en el acto, a la primera conducta extraviada de un sacerdote no salió corriendo a denunciarlo.
Muchas de las acusaciones que abundan hoy, atribuyen su inexplicable tardanza a que, en su momento, las autoridades eclesiásticas informadas “nada hicieron”, en una conducta de encubrimiento. Las jerarquías diocesanas y de las congregaciones, además de remitirse a sus propias leyes para éste y otros casos, procedían con un obvio recelo y con el lógico temor al descrédito y al juzgamiento público.
Las denuncias, en consecuencia, siempre debieron ser hechas, y deben ser hechas, ante los tribunales de justicia. Éstos exigen elementos probatorios, y así fue como cuatro párrocos de la ruralidad de la Sexta Región, detenidos por la PDI, fueron sobreseídos por la justicia al no poder comprobar la veracidad de los cargos en su contra. La alicaída Iglesia Católica no procede así: acepta sin chistar la palabra como testimonio suficiente para condenar, incluso, a los muertos.
En medio del caótico espectáculo que se ha tomado el escenario de los escándalos, nadie se ha detenido a reparar en que la responsabilidad absoluta no recae exclusivamente en el sacerdote transgresor. Quienes, pese a los maltratos y acosos, persisten en continuar al lado del abusador, tienen que ser definidas –o definidos- como cómplices y no como ‘víctimas’, sin derecho a recibir millonarias compensaciones.
Resulta desconcertante aceptar de buenas a primeras una relación tan descarriada con un consagrado a Dios. Toda –o todo- quien se vincula sexualmente con un ministro de la Iglesia Católica sabe que ello es una incorrección y una anomalía, por conocer los votos de castidad que aquél debe respetar. Sólo la dispensa los subordina.
Un sacerdote no puede vulnerar sus votos. Si lo hace es una traición a quien le juró fidelidad y el cumplimiento del calvario que significa la represión sexual. Eso es así de claro, como también lo es la responsabilidad que les cabe a quienes, conscientemente, se metieron en un terreno minado.