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PUEBLO SIN MEMORIA, PUEBLO SIN FUTURO


Apenas distanciados por una semana, el calendario trajo a la memoria dos fechas tremendamente significativas en la historia contemporánea política del país: el 4 de septiembre de 1970 y el 11 de septiembre de 1973.

La primera de ella corresponde al fatídico día en que una escasa mayoría de votantes eligió como Presidente de la República a Salvador Allende, encabezando la Unidad Popular (UP).

La segunda, recuerda la jornada en que el Mandatario, abrumado por el repudio de una arrolladora mayoría ciudadana, fue destituido por la fuerza y, ante el rotundo fracaso de su gestión, cumplió su promesa de suicidarse.

Nos estamos acercando al medio siglo de aquel Gobierno nefasto y que llevaba al país al precipicio de una dictadura comunista. Pero, sospechosamente, acerca de la Unidad Popular no existen registros fílmicos, documentales, películas ni series de televisión o museos que recuerden y/o recreen lo que fueron esos mil días.

Desde el 11 hacia adelante, sí: abundan testimonios, todo tipo de textos, teleseries, archivos, museos de la memoria, Instituto de los Derechos Humanos y hasta hoy, hacen nata los homenajes y romerías para mantener viva la imagen de uno de los ‘demócratas más íntegros’ que ha conocido el mundo: Allende.

La noche del 4 de septiembre de 1970, día de su elección, Santiago pareció bajo toque de queda: soledad y silencio caracterizaron sus calles y barrios. Había presentimientos para justificar tan lúgubre ambiente: la desconfianza y el temor hacia una vengativa y odiosa fuerza revolucionaria controlando el poder.

Deslumbrada por la revolución de Fidel Castro, y con el Partido Comunista como eje, la UP llegó a La Moneda teniendo como espejo las masivas eliminaciones de opositores en Cuba, en la Unión Soviética y en Alemania Oriental, jactanciosamente llamada ‘República Democrática’, para diferenciarla de la Occidental, la auténticamente democrática.

Como preámbulo de lo que se sabía que vendría, la noche del triunfo de Allende, en un programa sobre el acto electoral, un panelista, reconocido parlamentario de izquierda, ante las cámaras trató de “pobre cabrito huevón” a un entonces joven dirigente político de derecha que osó defender al candidato centroderechista Jorge Alessandri Rodríguez. La mañana del 5 de septiembre, uno de los dos periódicos oficiales de la UP, Puro Chile, titulo a lo alto y ancho de su primera página: ‘Les Volamos la Ra…ja, ja, ja, ja, ja”, en un certero aviso de la prepotencia y desvergüenza con que actuaría posteriormente la UP.

Algo que tampoco ha registrado la historia es que la mañana del 4 de noviembre, cuando la DC entregó el poder a la UP, hubo curiosamente algarabía en las huestes del saliente Presidente Frei Montalva. La razón: el convencimiento de que dicho partido volvería a La Moneda, más aún si le había fijado condiciones leoninas a Allende para ratificarlo en el Congreso Pleno.

La DC, tan consciente como el resto de los chilenos que la UP era sólo el comienzo de una dictadura comunista, hizo firmar a Allende el Reglamento de Garantías Constitucionales, en el cual el Mandatario se comprometió, con su firma, a respetar la Constitución Política del Estado.

Lo primero que hizo Allende fue ignorar lo que firmó y, a la brevedad, puso en marcha lo que él definió públicamente como “cirugía mayor para implantar el marxismo en Chile”.

En busca de ayuda viajó a Moscú, pero regresó con las manos vacías dado que “el hermano mayor”, como él la definió, ya se desangraba atendiendo las necesidades económicas de todos sus países cautivos tras la Cortina de Hierro, y comenzaba, también, a ser el sostén de la Cuba comunista. Ésta sí le prestó colaboración con el envío de efectivos militares para que enseñasen técnicas de guerrilla a sus jóvenes e idealistas seguidores y cautelaran la vía chilena al socialismo.

El contingente de militares cubanos en el país llegó a ser superior al que, por solicitud de la ONU, Chile envió como Fuerza de Paz a Haití.

Para imponer el marxismo sobre el débil capitalismo imperante hasta entonces, Allende se dio a la tarea de destruir la frágil y limitada economía nacional. Inició violentamente una política de expropiaciones de las pocas empresas privadas y, fundamentalmente, de los predios agrícolas. El derecho privado fue sentenciado a muerte.

Trabajadores afines se tomaron la industria fabril y secuestraron a los propietarios de fundos para parcelarlos y distribuírselos sin ningún tipo de indemnización. Se llegó a una inflación similar a la de la Venezuela actual y se presentó la más grande amenaza a los pueblos sometidos por el marxismo: el desabastecimiento.

El Estado creó las tarjetas de racionamiento, pero los únicos que la conocieron y manejaron fueron los jerarcas de la UP –entre elos, Alberto Bachelet--, cuyos líderes jamás supieron de restricciones alimentarias.

El resto de la población, los despreciables ‘momios’, debían hacer interminables filas de madrugada en algunos pocos supermercados existentes a la espera de un pollo, de un trozo de chancho proveniente de la China comunista o de un imaginario pedazo de carne, la misma que abundaba en las cúpulas oficialistas y en la residencial presidencial.

El Gobierno, siempre preocupado de imponer la revolución por sobre su misión de gobernar para todos, denunció que la falta de alimentos era culpa de los ‘momios’, que los acaparaban, y de las huelgas de los camioneros que debían transportarlos.

Hace poco, en una secuela de programas de recuerdo de un historiador de izquierda en CHV, ‘Chile Secreto’, se reveló la existencia en plena UP de un pionero programa tecnológico a cargo de Fernando Flores. Uno de sus promotores de aquella época expresó, en este espacio, que “los avances que conseguimos secretamente en comunicaciones nos permitieron evitar las consecuencias de los paros de los camioneros”. ¿No fueron éstos los responsables del desabastecimiento?

Llegó a tales extremos la discriminación y la pobreza del país ---en el Banco Central quedaban poquísimas reservas de oro— que el dólar era un artículo de lujo para el privilegiado que lo podía conseguir. Ante todo tipo de carencias, espontáneamente la ciudadanía se organizó para exigir la renuncia de Allende.

Jóvenes estudiantes salieron a las calles a enfrentar a las milicias organizadas que desfilaban con casco y armadas de linchacos. Célebre es la foto en que un guerrillero urbano golpea duramente en la cabeza a un carabinero.

En todos los barrios se hicieron frecuentes los diarios y nocturnos ‘cacerolazos’ –ollas vacías, como hoy en Venezuela--, miles de familias desesperanzadas abandonaron el país, los varones se turnaban para cuidar sus sectores residenciales y la violencia política se transformó en crímenes en contra de políticos y hasta de un edecán. Artesanalmente se creó un canal de TV para defender a la democracia cada vez más asfixiada.

La Cámara de Diputados declaró oficialmente ‘anticonstitucional’ al Gobierno de Allende, lo que activó las peticiones de la propia ciudadanía de una intervención militar. Sin instrumentos políticos para revertir la instalación del totalitarismo, fue la población, impotente, la que trató de “gallinas” a los militares y a sus efectivos les lanzaba maíz.

Hay que recordar que el ex Presidente Frei Montalva le escribió una carta al Primer Ministro italiano de ese entonces, Mariano Rumor, también DC, en el que le planteaba que “no se percibe otra salida” que una intervención militar.

Situándose en aquellos años de 1970 y 1973, resulta fácil concluir cuál hubiera sido el futuro de Chile de no haber sucedido lo que sucedió. Es cuestión de cerrar los ojos y ni siquiera echar a correr la imaginación, sino tan sólo recordar las tragedias de tantos pueblos ayer y hoy sometidos al yugo comunista.

Fue tan amarga y desastrosa la experiencia de la UP que más temprano que tarde naufragó el intento por revivirla. Al asumir este segundo período presidencial, Michelle Bachelet proclamó que “la Nueva Mayoría --una versión 2.0 de la UP— tendrá la misión de completar la obra inconclusa de Salvador Allende”.

Por algo, ello tampoco ocurrió.

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